sábado, agosto 18, 2007

De Cuba con amol

La puesta del sol no termina más, así que el avión se bambolea a lo loco. Al lado mío hay dos estudiantes de Oaxaca que charlan sobre temas interesantes, pero interminables. De fondo hay una peli con Kevin Costner, mirada de reojo y sin sonido. Bambolea que te bambolea y yo hecho un dandy con mi Mac a bordo. Qué lo parió, como se mueve esta porquería. Pero la idea de este post era relatar mi viaje a Cuba. Puta, terrible empellón nos esté pegando el viento.
A La Habana salí el viernes bien temprano. O no tanto, ya ni me acuerdo. Buenísimo, la peli es sobre rescates en alta mar. Al pelo. La cosa es que llegué al José Martí. Quién habrá sido ese Martí. Seguro que en el Museo de la Revolución me explican. Bueh, demasiadas turbulencias, en un rato sigo. Mientras miro la peli para poner la mente en blanco.
Terminó. Se murió Kevin. Y las turbulencias pararon o ya me acostumbré. La cosa es que llegué a Cuba y lo primero que vi fue una casa de cambio. Aceptan dólares, euros y la mar en coche. No sé, pero mi prejuicio y yo creíamos que no se podía cambiar plata abiertamente. No me pregunten cómo se hacía, pero así no. Cambié mis dólares por CUCs y proseguí a por mi taxi. Cuánto. 20. Eh, pero dale, media pila, 15. No. Dale. No. Porfa. Bueh. Y a 15 partimos, chofer, auto y yo. El auto: un Citroën nuevito y con un aire acondicionado de los que me gustan. Arrancamos y a la salida del aeropuerto un tipo hace señas como para pararnos. El taxista me dice en su incomprensible cubano que me disculpe, pero que quería tratar de sacar unos pesos más del viaje. Frenamos y el amigo, negro él, trata de explicar en un español muy rudimentario que un amigo, que él, que ir a La Habana, que volver en mismo día, que hacer negocio, que 2 dólares. El chofer amaga con sacarlo cagando y me pregunta qué hacemos. El pasajero potencial me mira y, siempre desde afuera del auto, me pregunta si hablo inglés. Aliviado, me cuenta que es de Gambia, que estudia karate en Cuba hace varios meses y que no me preocupe, porque tiene un amigo argentino que se llama Javier. No entiendo muy bien la historia, pero cuando el tachero me vuelve a pedir opinión le digo dale que va y en un tris tras ya somos 3 camino al centro.
El amigazo se esfuerza en sacar conversación y me cuenta sobre las maravillas de Gambia, lo seguro que es su país y el reducidísimo abanico de enfermedades que el turista puede contraer. Dice que vaya cuando quiera, que la voy a pasar genial. Pero que no vaya a Nigeria, porque es gente muy educada e inteligente y, por lo tanto, un pueblo muy peligroso (sic!). Me vuelve a agradecer y dejamos que el diálogo pluricultural se desvanezca. Así que aprovecho para mirar por la ventana. Parece el camino a Guernica, pero sólo se ven Ladas (idém Fiat 128) y esos Pontiacs lujosos y decrépitos que James Dean supo pilotear con dudosa habilidad.
Estaba tranquilo por partida doble: ya tenía reservada una habitación y la dirección del departamento estaba expresada como nombre de calle y número. Pasamos por un par de monumentos monumentales y llegamos a mi feliz morada: delante mío un edificio celeste y medio agujereado, de unos 5 pisos. De la nada aparece Orlando, mi contacto. Me saluda con una sonrisa y un apretonazo de manos, me lleva al quinto piso y mientras me cuenta que es fotógrafo, del gobierno claro. Inmortaliza municipio a municipio actos y más actos. Por el momento me resulta simpático el tema de la omnipresente propaganda oficial. La perlita: "Vamos bien", con la carita sonriente de Fidel.
Una vez en el quinto, tocamos la puerta del departamento 53. ¿Quién es? Alan, dice Orlando. ¿Quién? ¡Alan! Ahh...y del otro lado de la puerta gritan algo más en incomprensible cubano. Orlando me dice que mejor lo siga: bajamos por la escalera un piso y vamos rumbo al 43. Orlando toca la puerta y nos abren. Y de ahí más, siempre al 43. Raro, adentro del departamento no hay escaleras.
María es mi afable anfitriona. Y no es la madre de Orlando, que decía "Mari" y no "Mami" cuando tocaba a la puerta. María tiene una hija que ahora vive en Israel y otros más, que por ahí andan. Mi habitación está bastante bien: cama matrimonial, buena vista, decoración rústicamente sesentosa y, lo principal, un añejo y prometedor aire acondicionado. En La Habana hace un calor de locos: digamos que casi al nivel del microcentro en verano, pero con un vientito marítimo que alegra el alma que visita de vez en cuando. Pero se me acaba la batería, el post se hace interminable y hay más fotos que mostrar. Sigue...en seguida.

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