miércoles, noviembre 28, 2007

Chamuscado

El otro día me invitaron a una queimada. Por lo visto noviembre es mes de brujerías, sobre todo para celtas y acólitos. Con el objetivo de auyentar y desarmar maleficios que anden rondando por el vecindario, los gallegos se pegan una buena borrachera en algún(os) momento(s) de noviembre y eso se llama queimada. Se pone en una olla mucho aguardiente, que al parecer en el caso gallego deriva de las sobras del alcohol obtenido al procesar uvas para obtener vino. Ese aguardiente, que por su graduación alcohólica bien podría servir para suturar las heridas de un rinoceronte caído en el fragor de una batalla tribal, se mezcla con granos de café, pedacitos de limón y azúcar. Se mezcla, se mezcla, se apagan las luces, se toma una cuchara digna de escena inicial de Macbeth y se enciende el menjunge sin temor a chamuscarse. Arden maleficios y tranquilidades, un aire como tétrico domina la escena y hasta algún que otro intrépido comensal puede meter su dedo en la marmita y, fuego en mano, probar para ver si el brebaje ya está a punto. Ese fuego quemará solamente si el fulano tiene algún tipo de pacto satánico. Y mezcla que te mezcla y ya estamos para servir. Alguien, dudo que cualquiera, pronuncia sabias palabras en galego, que auyentan brujas y lobizones. Y se enciende la luz y se sirve, a cada uno un poquito. Y después otros tantos poquitos, mientras noche, olla y estómagos aguanten.

sábado, noviembre 17, 2007

Historia de dos duelos

Anoche volví del trabajo agotado, pero feliz porque sabía qué comprarle a Horacio para la cena: alpiste fresquito y rejuvenecedor. Abrí la puerta y me extrañó no escuchar el aleteo frenético de mi mascota. Entré a la pieza y nada: ruido a soledad y no mucho más. "Pajaro que come, vuela", pensé y sonreí visualizando a la criaturita contándole a sus amigos del árbol que lo vio nacer lo duros e infranqueables que son esos cielos blancos que hay en el más allá. Murmuré un "Horacio, Horacio", con la esperanza de que el bichito haya estado dormido. Se fue nomás y dejó como estela una intensa relación amo-mascota. Apareció Florent y le pregunté si no había visto un pajarito. Me dijo que hacía rato que no veía el paraguas. Confirmé que su déficit lingüístico nos separa y mucho.
Esta mañana amanecí con ansias de renacimiento y me puse a limpiar platos y cocina. Hice yoga. Recogí basura y un poco barrí. Limpié el inodoro y me pegué una ducha. Y fui a cerrar la bolsa de basura. Y vi un triangulito negro en el piso. Y me estremecí. Y descubrí el resto del triangulito y lo vi a Horacio. Sus ojos abiertos y una patita aplastada. Contuve la respiración, lo tomé en mis manos y lo metí en la bolsa que acababa de cerrar. Y lloré. Lloré por perder a Horacio, otra vez.

jueves, noviembre 15, 2007

Horacio

Ayer a la noche subía las escaleras que llevan a mi departamento, cuando sentí un aleteo frenético que se daba y daba contra el techo y se me venía a tontas y a locas sobre toda mi humanidad. Seguro que me estaba atacando un vampiro chupa-almas, atiné a bajar unos escalones y dije en voz alta "a la mierda, qué susto", aún antes de darme cuenta que el pobre bicho que se golpeaba una y otra vez contra el techo era un pajarito, entre aturdido, aterrado y envalentonado por mi cara de julepe.
Fácil, pensé. Le pongo un poquito de pan al lado de una ventana y zas, lo guío en un tris hacia la libertad y más allá. Minga. O el bicho no tenía hambre o el pánico podía más o los pajaritos no tienen tan buen olfato como yo me imaginaba. Ni bola al pancito. Así que me decidí por el plan B. Acercarme con cara y pose de monstruo, para asustarlo y que se vaya para el lado de la ventana. Diez minutos corriendo como un salame y lo único que logré fue que entre a mi casa. Primer paso, ahora así: rumbo a la ventana emancipadora. Veinte minutos corriendo al pajarín de un lado al otro del living, cagada blanca sobre el sillón incluida. Ya resignado, decidí irme a dormir, dejar un pancito al lado de la ventana y dejar que el instinto y el relax guíen a la criaturita hacia la felicidad.
O el amigo tenía poco que recuperar allende la ventana o durmió de lo lindo en el marco del espejo. La cosa es que esta mañana estaba ahí, mirandome detrás de su respiracioncita entrecortada. El pan ya no estaba ahí. Así que decidí adoptarlo nomás y tener una mascota. Creo que de niño tuve alguna vez un canario. Este no sé qué modelo es, pero tiene nombre y es Horacio. ¿Alguien sabe si hay algo mejor que el pan integral para dejarle de vianda durante el día?

miércoles, noviembre 07, 2007

Taxi

A la distancia, tanto espacial como temporal, se me dio por comparar los taxis de San José con los de Buenos Aires:

Mejor/más lindo en San José:
- Color: rojo, mucho más onda que el luctuoso negro y amarillo porteño
- Tacheros: mucho más simpáticos y pacientes
- Ubicación: si uno viaja solo, va en el asiento del acompañante
- Viajes cortos: durante todo el primer kilómetro se cobra solamente la bajada de bandera
- Onda pistera: muchas calcomanías, caños de escape recortados, calcomanías que parecen agujeros de balas, luces de neón bajo el chasis...en fin, lo que se dice más decontracté

Mejor/más lindo en Buenos Aires:
- Conseguir uno: los taxis vacíos van lento, por la derecha y con el taxímetro encendido - en San José van rápido, por donde sea y sin ninguna indicación de nada
- Radiotaxis: nada del otro mundo, pero en San José los que atienden los pedidos son unos imbéciles
- Vehículos: más cómodos y modernos (y con aire acondicionado!)
- Uso del celular: todo bien con que el tachero hable alguuna vez por teléfono...pero en San José es enfermante - el otro día me subí a un taxi y el tipo habló durante todo el viaje con la esposa...primer frase apenas me subo al auto: "¿Pero probaste hacerlos en salsa alguna vez o siempre fritos?". Creo que eran hongos.

Diferencias, solo diferencias:
- Peligro de muerte: muy peligroso en ambos lados, aunque por razones diferentes - en Buenos Aires por la velocidad y zigzagueo infernal & en San José por la de cruces de rutas sin semáforos ni puentes ni nada

sábado, noviembre 03, 2007

Solamente solo

Circunstancias, afán de probar novedades, abandonos reales e imaginarios y exageraciones mediante, las últimas semanas estuve y me sentí bastante solo. La oficina es la oficina y por suerte, aunque más no sea puertas adentro, es a la vez fraternal y productiva. Pero puertas afuera la cosa pegó un viraje un tanto centrípeto.
El expatriado cambia de grupos de amigos como de piel: una vez por semestre. Pero este octubre hubo emigración repentina y volaron hacia el norte todos los amigos que tenía: Doménico, Camila, Audrey y Claire, mi compañera de habitación. Y con los que quedaron hay una total ausencia de química. Incluyendo, o sobre todo, a Florent, mi nuevo colega habitacional.
Tal vez no sepa estar solo. Raro. De chico pasaba tardes y tardes sin otra compañía que la de los He-Man, mis libros de mitología griega y el ruido a encerado de piso de la empleada de turno. Pero eso era durante la semana. Sábado y domingo se oscurecía el panorama: 50 kilómetros a puro conurbano y estábamos en el country. Y ojo que no haya sido un día lindo. Cada vez que mamá o papá pasaban al lado mío iban a repetir, incansables, que cómo me iba a quedar encerrado, con lo despejado que estaba el cielo. Eso, traducido por mi cerebrito intolerante, era un claro "deberías tener amiguitos y ser feliz". Y así, veinte años más tarde, me martirizo y me martirizo por quedarme un sábado y un domingo sentado en la cama, mirando películas y comiendo ensaladas de alcaucil y pejibaye. Aunque de a poco creo que me estoy educando. Más tarde que temprano y a los tumbos, se puede aprender a estar solo.