sábado, marzo 15, 2008

Ich bin ein Rostocker

Ayer me encontré con el gran Carlo en Hamburgo. Después de un copioso desayuno en casa de su amigo Dirk, partimos con rumbo Rostock. Llegamos, comimos unas salchichotas con mostaza, tomé jugo de manzana con soda y encaramos para el fan shop. O sea, un negocio donde se vende merchandising de Hansa Rostock, el equipo de Rostock, pasión total y absoluta de mi amigo Carlo, que es suizo y vive en Suiza. Rostock queda en el norte de Alemania, relativamente cerca de Polonia.


En el fan shop Carlo se compró dos remeras y un buzo. Me dijo que no tenía remeras para el verano que se viene. No sé si tiene alguna que no sea del Hansa Rostock. Yo por mi parte compré una remera muy chula y una bufanda con clase. Y para completa mi equipo de barrabrava, Dirk me había regalado un buzo que le quedaba chico. Todo listo para el match, aunque para eso faltaba muchísimo. Como veinticuatro horas. Y eso en Rostock puede ser una eternidad.


Llegamos al hostel, hicimos las camas y no hay tiempo de dormir: se pone el sol y hay que llegar a ver la costa del Mar Báltico con algo de luz. Tranvía, tren urbano y llegamos a Warnemünde, el pueblito que, crecimiento urbano mediante, devino barrio de Rostock. Si algo no falta en Rostock es el viento. Frío, contundente, constante. En Warnemünde la cosa tomaba ribetes de tifón. Ayer Dirk me preguntó si me gustó la costa. "Sí, sobre todo el viento le dije". Por su risa deduje que no debe ser un gusto muy normal. El viento frío es algo que invariablemente disfruto. No era cómoda la arena que se te metía en ojos y dientes, pero el aire apocalíptico me puede. Le dimos con Carlo rumbo al agua. No llegamos, lástima. El viento casi que te frenaba. De fondo muchas nubes y un atisbo de sol que se va a dormir. Tres faros. Y el viento, siempre el viento. En Warnemünde hay canales y bares. Todo muy arreglado, estilo holandés. O sueco tal vez, quién sabe.


Después de la excursión fuimos directo a uno de los templos que tiene Carlo en Rostock: el bar Alabama. Ahí conoció a su primer novia cuando tenía 17 años. Tatiana, una camarera de treinta y pico, fue su feliz compañera durante cada visita al norte. Entramos y el hijo de la dueña, al verlo desde la barra, se acercó y lo abrazó. El Alabama bien podría ser de los '80. O tal vez irlandés. O de Alabama, aunque no sé porque nunca estuve en el Alabama. Todo de madera, tiene fotos de gente sonriente tocando música y festejando carnaval. Carlo no paró de pedirnos cervezas. Yo no tomo mucha cerveza: la primera pasa y se suele quedar atascada. Y como los clavos que sacan clavos, ataqué con cerveza a cada cerveza que pasó. Fueron como cuatro, todas negras. Carlo conoció a un tipo en la barra y se quedó charlando de rock. Yo al rato me aburrí un cacho y me enganché con un jueguito buenísimo en el celular de Carlo. Uno en el que manejás un guinche medio inestable y vas armando edificios lanzando cachos preconstruidos de edificio. Re bueno.


Y nos fuimos del Alabama. Para ese momento yo estaba alegre y Carlo ya volaba por la estratósfera. Habló durante media hora como jamaiquino. Subimos al tren y caímos en el Meli, un bar de estudiantes para estudiantes. Y ahí empezó la inmersión total en el idioma teutón. Salvo Carlo, el resto solamente hablaba alemán. Cuatro años de Goethe Institut tienen que haber servido para algo, pensé. La puta que sirvieron. Alcohol acelerador de neuronas mediante, logré contarle a mi nuevo gran amigo Latte qué hacía en Alemania, de dónde conocía a Carlos, entender que él trabaja en Holanda y que el año que viene va a irse de viaje a China y Dubai con unos compas. Latte es el campeón moral alemán de cerveza. Practica fondo y velocidad. Un todoterreno gigante, rubio y sobre todo de sonrisa tímida pero entradora. Después conocí a Puschi y su esposa Jana, que festejaron con una ronda de licor de menta mi anuncio de crear una peña del Hansa en el tórrido Baires.


El licor de menta se llama Pfeffie y, según tradición tradicional y borrachina, sería un gran higienizador de la dentadura. Por lo visto hay pocas caries entre los muchachos de Rostock. Fui al baño, volví y no quedaba nadie en la mesa. Levanto la vista y veo a Carlos y Latte en frenética danza arrítmica en medio de la pista vacía. Genial, pensé, y me sumé al rito tribal. Sonaba alguna música de los '70 y sentí que en cualquier momento aparecía Nina Hagen y escupía al techo. Después nos fuimos a otro boliche, pero pelea de Carlo con el patova de la puerta mediante, terminamos en el templo de la decadencia etílica: el Pirata. Nos atendió, claro, el Pirata, que tiene una vincha sudada que dice...Pirate. Llegamos y el corsario nos sirvió un brebaje celeste y hediondo. Tuve que tomarlo de un trago y ya me sentía en viaje expreso a Saturno. Latte y Carlo estaban como si acabaran de tomarse un feca con dos de grasa. No tuve más remedio que decirle a los amigotes que mi noche ya no estaba en pañales y, tambaleo mediante, llegué como pude al hostel. Encontré la cama sin brújula y me abracé emocionado a la almohada. Fin de viernes. La cosa recién empieza.


Sábado tempranito estamos arriba. Carlo me dice que puedo ir a ducharme tranquilo porque él va a planificar el día. Vuelvo ya acicalado y hermoso y Carlo me aclara que todo está listo: vamos a tomar, ver fútbol y comer. Lo esencial es invisible a los ojos, pero no al estómago. Enfundado en mi modelito remera-buzo-bufanda del glorioso Hansa, partimos rumbo al templo del saber: el Ostseestadion. Pero antes, paradita de un par de horas para concentrar junto al resto de la tribu. Atentos que se viene lo bueno: la visita al Fanprojekt.


El Fanprojekt es como si fuera un bar. También tiene un quinchito, un puestito con merchandising y una oficinita donde se venden entradas para ver al Hansa de visitante. Ya es hora de ir contando que el Hansa es un equipo de mitad de tabla para abajo. El sueño este año es no descender a segunda. El inolvidable ascenso fue el año pasado y la cosa no está para tirar manteca al techo. Rostock es una ciudad pobre en términos alemanes. El desempleo casi triplica al argentino: 25 por ciento. Casi no hay industrias en el este de Alemania y Rostock no es ninguna excepción. Dirk, el amigo de Carlo que nos recibió en Hamburgo, es nativo de Rostock y adicto a Hansa. En el baño de la casa tiene toallas de Hansa. Su mochila es de Hansa. Su campera es de Hansa. Hoy me dijo emocionado que si hubiera jeans de Hansa, ya los habría comprado. Hansa es su casa, es un futuro que no pudo ser, es infancia en un tiempo que nunca más será. Dirk tiene 35 años y una nostalgia que logra mezclar con maestría con una perenne calidez. Tiene dos hijos, pero de eso hablo después. Pero lo que importa ahora es el Fanprojekt, donde nadie le dice Dirk a Dirk: él es el Tío Minde.


Mi primer objetivo en el Fanprojekt estuvo claro: una especie de vacíopan de cerdo que olía a las mil maravillas. Pedí, pagué y recibí esa maravilla tierna, pero a medio quemar, de manos de un simpático señor de bigotes, con la correspondiente camiseta y bufanda. Al rato volví por un nuevo sanguche. Y pos un sanguche de salmón, que por estos lares vendría a ser como uno de mortadela. Después del aperitivo, de nuevo a la mesa con los amigos Carlo, Latte y los que empezaron a caer. Para el partido faltaban todavía como dos horas. Cada vez que llegaba alguien apenas conocido, le daba la mano al que tenía más cerca y depués daba unos golpecitos en la mesa. Me explicaron en seguida que es el equivalente del norte de Alemania para el tradicional "saludito con la mano a todos los que no voy a saludar personalmente". Muy práctico. Lo voy a incorporar.


Pero también fueron llegando amigazos de toda la vida. Todos los que caían y saludaban dando la mano, me saludaban sonriendo e interesados en saber de dónde catzo había salido. Yo, dándole durísimo a mi rústico alemán, ya había adelantado de golpe porrazo dos cursos del Goethe en menos de 24 horas. Muchos bigotes, muchísima cerveza (menos en mi vaso, repleto hasta el borde de Sprite) y miles y miles de pósters del Hansa. Más o menos cazaba de qué iban las conversaciones de los chochamu de mi mesa y lo curioso es que nadie hablaba de fútbol. O casi. La gente contaba entusiasmada cuando había viajado una semana en tren en 1991 para ver un partido del Hansa contra Barcelona. Cómo se habían trenzado en interesante pelea con los chicos malos del FV Stuttgart el otro mes. De qué cagada eso que le pusieron nombre de empresa al estadio. Que qué malcriada la nueva generación de hinchas, que no para de tirarle piedras a los micros visitantes y así destruye la noble reputación del hincha Hansés. Pero nada de DTs de mesa de café. Ni que Rudolf debería ir de carrilero por izquierda o qué mierda hace el imberbe del técnico poniendo a Fritz al medio. Y Carlo llega todo entusiasmado con una revistita que reza "Fanprojekt - live". Por fin, la actualidad del Hansa. Empiezo a mirar y aparecen los últimos partidos. 1-0 abajo. 3-0 abajo. 5-1 abajo. 0-0. 1-0 al último. Estos muchachos sí que tienen corazón. Otra que Yupanqui.


Y me siguieron presentando gente y seguí conociendo nuevos modelos de bufandas del Hansa. Los muchas se clavaron un par de shots de licor de menta y de otro marroncito que vaya a saber de qué árbol se saca y le dimos para el estado. El tío Minde acababa de llegar desde Hambugo en tren y nos acompañó a nuestros lugares. El tío Minde ya ronda los 35, tiene hijos, es un hombre que sentó cabeza, así que nos sacó entradas en la tribuna norte, que es la tranquilita. En la sur van todos los demás amigos: Latte, Puschi, Hippi, Heiko y todos los que tienen aguante de verdad, viejita.


Salen los equipos a la cancha. Estadio casi lleno. El público canta emocionado el himno de Hansa y levanta sus bufandas. A uno se le eriza la piel y casi se le olvida que nos estmaos por irs a la B. Y empezó el partido. Malísimos ambos equipos. Y empiezan los cantitos. El que más se me pega es uno bastante básico contra Berlín: "Berlin, Berlin, die Scheisse aus Berlin!". En general lo que se canta es bastante más rústico que en Argentina. Otra nota curiosa: la gente no putea a sus propios jugadores. Bueno, casi. Otro dato interesante: está todo el mundo bastante en pedo y con un vaso de cerveza en la mano. Yo la paso bien aprendiendo cantitos y charlando de estas diferencias en mi rústico alemán con el tío Minde, que borracho es aún más simpático. Termina el encuentro con un 0 a 0 cerradísimo. Se festeja el empate, aunque los malvivientes de Cottbus le acaban de ganar al Bayern Munich y se alejan de la zona del descenso, lo que claramente nos perjudica.


Pero nada de irse a la casa! No, señor. A seguir tomando y festejar que somos hinchas de Hansa en el Fanprojekt. A esta altura yo ya estaba con el cuerpo y el cerebro molidos. Hablar y tratar de entender alemán sin duda fatiga la mente del principiante. Pero se me acerca Hippi y me empieza a preguntar cosas sobre Argentina. Si es peligroso, si te pueden matar así nomás, si Brasil es igual. Parece que un poco lo convencí a Hippi de que algún día vaya a visitar Argentina con su esposa. Me clavo un nuevo vacíopan y me voy a un costadito a descansar y ver el partido del Hamburg SV por pantalla gigante. Pero me llama a los gritos Latte y me ofrece una cerveza. El debe ir por la vigésimo quinta. Yo por la segunda, gracias. Le agradezco y le pido al tío Mindel si me puede acompañar a la parada del tranvía, que no tengo ni puta idea dónde queda. El tío me acompaña, diciéndome que estaba muy orgulloso de mí. Que estaba sorprendido que un argentino los haya visitado. Que ellos son gente sencilla y que no están acostumbrados a ver gente de tan lejos. Me abrazó y me metió en el tranvía. Llegué al hostel, tomé un largo vaso de agua, me abracé de nuevo a la almohada y dormí. Como doce horas dormí.

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