lunes, enero 28, 2008

Chiquito

viking-photos_5492 Todos los grupos humanos tienen algo de comedia. En nuestra casa de Freiburg está Bill. Canadiense, nieto de osos, barba, mirada de pirata bonachón, andar pesado sin culpas. Bill entró a la cocina el día que llegué. Con el iPod acaparando sus oídos, saludó a los azulejos con un buen día digno de barítono jubilado. Y se encerró en el baño. Y nos olvidamos que Bill existía. Y una hora después, salió Bill. Sí, con el iPod. Simpático Bill.

Otra mañana abrí la heladera con ganas de jugo. Ví uno de naranja y lo agarré de lo más motivado. Estaba un poco vacío. Desconfianza. Lo abrí y serví en un vaso. Para las desgracias un segundo es una eternidad. Salió un poquito de jugo y de repente, el horror: una baba inmunda y amarillenta, brillosa y con cara de gusano infernal saltó, pero quedó colgando del endemoniado tetra-brik. Me quedé mirando a la especie de crema pastelera repugnante como hipnotizado, envase en mano. No sabía que podía sentirse tanto asco junto. Cerré los ojos y de un sólo saltó tiré con bronca el maldito intento de jugo al tacho de residuos orgánicos. Porque sí, juro que esa cosa estaba viva. Me cuentan que cuando Bill se fue a Canadá para Navidad dejó la heladera regada de regalos sin dueño. El horror.

Y de repente desapareció Bill. Nadie sabía dónde estaba. Pasó una semana y un día volvió. Alguien le preguntó qué había hecho, dónde había estado. Estuve en el bosque, dijo Bill; durmiendo en la nieve, porque no quería ver gente. Carpa dijo que no le hizo falta. Y Bill volvió a clases, porque a Freiburg vino a estudiar. Y alguien estuvo con él en una clase de filosofía. Y vio a Bill apoyar la cabeza sobre el pupitre durante toda la clase. Y al otro día yo estaba lavando los platos. Bill pasó al lado mío y se metió en el baño. Salió y me dio una palmada pesada en el hombro. Me miró con una sonrisa sincera, me dio la mano y salió de la cocina tambaleando. Ahora estoy en el avión. Lo voy a extrañar.  O tal vez simplemente lo olvide.

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