Todos los grupos humanos tienen algo de comedia. En nuestra casa de Freiburg está Bill. Canadiense, nieto de osos, barba, mirada de pirata bonachón, andar pesado sin culpas. Bill entró a la cocina el día que llegué. Con el iPod acaparando sus oídos, saludó a los azulejos con un buen día digno de barítono jubilado. Y se encerró en el baño. Y nos olvidamos que Bill existía. Y una hora después, salió Bill. Sí, con el iPod. Simpático Bill.
Otra mañana abrí la heladera con ganas de jugo. Ví uno de naranja y lo agarré de lo más motivado. Estaba un poco vacío. Desconfianza. Lo abrí y serví en un vaso. Para las desgracias un segundo es una eternidad. Salió un poquito de jugo y de repente, el horror: una baba inmunda y amarillenta, brillosa y con cara de gusano infernal saltó, pero quedó colgando del endemoniado tetra-brik. Me quedé mirando a la especie de crema pastelera repugnante como hipnotizado, envase en mano. No sabía que podía sentirse tanto asco junto. Cerré los ojos y de un sólo saltó tiré con bronca el maldito intento de jugo al tacho de residuos orgánicos. Porque sí, juro que esa cosa estaba viva. Me cuentan que cuando Bill se fue a Canadá para Navidad dejó la heladera regada de regalos sin dueño. El horror.
Y de repente desapareció Bill. Nadie sabía dónde estaba. Pasó una semana y un día volvió. Alguien le preguntó qué había hecho, dónde había estado. Estuve en el bosque, dijo Bill; durmiendo en la nieve, porque no quería ver gente. Carpa dijo que no le hizo falta. Y Bill volvió a clases, porque a Freiburg vino a estudiar. Y alguien estuvo con él en una clase de filosofía. Y vio a Bill apoyar la cabeza sobre el pupitre durante toda la clase. Y al otro día yo estaba lavando los platos. Bill pasó al lado mío y se metió en el baño. Salió y me dio una palmada pesada en el hombro. Me miró con una sonrisa sincera, me dio la mano y salió de la cocina tambaleando. Ahora estoy en el avión. Lo voy a extrañar. O tal vez simplemente lo olvide.
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